De mi primera estancia en Córdoba, apenas si recuerdo el bullicio de la estación de San Rafael. Era una tarde de verano, y de esto hace tanto tiempo que había aún vendedores ambulantes, pregonando dulce de membrillo de Puente Genil. Y afuera, se estacionaban los coches de caballos. Nunca se sabe lo que puede pasar cuando llegas a una ciudad, solo y porque sí. Y ni aún imponiéndome de la imaginación más arrebatada, pude yo entonces, allá por 1982, calcular las consecuencias. Pues la ciudad ni pareció bien ni mal; simplemente me atraía. Me imantaba tanto que volví unas cuantas veces más, hasta, finalmente, rendirme a la Mezquita. De manera que, cuando pasaron ocho años más de aquella primera ocasión, volví, pero para escribir. Debo a aquel libro, La quibla, algunos de los poemas más felices de mi vida, como también la serena certidumbre de que no podré superarlos.