La Barzaniella, Asturias, en la España de 1952, un lugar entre montañas en el que reside una estirpe de hombres nobles por su conducta, recios en su afán de superación y aguerridos por la influencia ancestral de las peñas circundantes. Una geografía en la que el infortunio y un especial abandono, han contribuido a hacer de la supervivencia una hazaña difícil de resolver. En este ambiente, Armando Montaña y Josefina Gancedo contemplan cómo llegan a su vida, al unísono, un hijo con dudosa paternidad y un cerdito que promete ser el sustento que garantice la supervivencia familiar dentro de una existencia que los acosa y dificulta la satisfacción de sus propias necesidades. Tal vez fuese esa vida entre desgracias y necesidades la que diese lugar al insistente rumor de lo que, siendo conocido, clamase por salir a la luz. Un cuchillo salido de una fardela, una hoja que, en la carne tierna, liberara los profundos remordimientos y temores desconocidos, cumplirían con la imperiosa necesidad de justicia. Quien me contó esta historia, no se detuvo en detalles. Quizás fue a media mañana, a la hora de la salida de los trabajadores de La Empresa o, posiblemente, entre los bocoyes de vino o en la penumbra del estraperlo cuando la noche ya se había instalado sobre La Barzaniella. Lo cierto es que no lucía el sol, los ruidos del laboreo eran como siempre, lejanos y molestos o se habían camuflado ya entre las sombras. Lo que sí sé, es que esa noche Josefina Gancedo subió al cuarto, se vistió con el camisón de franela blanco y recogió el pelo hacia atrás con dos imperdibles laterales. Cerró las contraventanas con las fallebas, apagó la vela de la palmatoria con un soplo suave e intuyó la figura silenciosa de su marido a su lado. Se metió lentamente en la cama convencida de que otro sueño, sin duda diferente, podría hacerla un poco feliz.