En una tarima, que para los artistas se hizo muy alta, estaba colocada la doncella de hierro. Los presentes se encontraban a la expectativa. «¡Señores y señoras, con ustedes el cerdo traidor!», gritó un joven desde su silla, al momento entró el hombre obeso completamente desnudo, sus carnes colgaban grotescamente, la palidez de su rostro contrastaba con una pajarita roja que llevaba atada a la bofa papada, sus ojos se anegaban en lágrimas, murmuraba algo, pero tan bajito que nadie le entendió. El Gran Franz lo azotó con un látigo ante la algarabía del público, lo había mandó hacer a la manera de La Cuarenta de Ciudad Trujillo, por lo que se trataba de una verga de toro con alambres en la punta, dio golpe tras golpe, hasta que de la espalda del desgraciado comenzó a fluir abundante sangre. Posteriormente invitó muy amable al gordo a pasar al interior de La Doncella. El regordete trastabilló, opuso resistencia pero la fuerza del enano pudo más, bastó un empujón para mandarlo al interior de la máquina. El enano fue cerrando poco a poco las puertas, sintiendo cómo los clavos penetraban los brazos, el pecho, las piernas, los hombros, los ojos; el tipo aullaba de dolor, los gritos eran desgarradores, la sangre escurría por las rendijas del aparato, los vivas y aplausos se escuchaban con fuerza desmedida