Poco tiempo después de su partida, desde un rincón remoto del universo y un momento no distante de la creación material inconclusa, Él me visitó. Surgió de algún punto sutil y desconocido, quizás desde la cúspide del cosmos, o incluso más allá. Vestido de blanco, con un manto vaporoso y etéreo en sus manos extendidas, similar al que llevaba puesto, se acercó a mí. El manto parecía flotar en el aire, como si estuviera hecho de la misma esencia del universo. Sin decir una palabra, me lo entregó, y supe que ese acto contenía un significado profundo. Me lo puse y juntos nos dirigimos hacia un río apacible y brillante, rodeado de nubes dispersas que pintaban el cielo con tonos casi rojizos.